Una chispa encendió la pradera: crisis e identidades políticas
La narrativa que se expande en la opinión pública, en redes sociales, en ámbitos académicos y sociales es que enfrentamos una disputa entre la ilegalidad, la antidemocracia, el golpismo y los violentistas y por el otro lado, la institucionalidad democrática, el orden constitucional y la ética política. Y valdría la pena poner en cuestión estas percepciones. Ir más allá de miradas duales o ético morales. La realidad es mucho más compleja y matizada. En estas líneas quiero ordenar algunas de mis ideas y problematizar la manera que miramos nuestro actual conflicto.
La idea básica de la que podemos partir es que la sociedad peruana y su institucionalidad política vienen atravesando una larga crisis que comprende diferentes momentos y tiempos. Está situación aparece para la opinión pública en la actualidad como un enfrentamiento entre “derecha” e “izquierda”. Antes lo era entre fujimoristas y antifujimoristas.
Sin embargo izquierda y derecha son membretes políticos que traen una carga de significado propia. Se trata de identidades políticas construidas en el siglo XIX y comprenden un conjunto de valores, ideas, símbolos así como un conjunto de prácticas sociales. Valores y prácticas que se articulan en un discurso para definir un escenario y proponer una línea de acción política al respecto.
Históricamente hay múltiples identidades: liberales, comunistas, socialistas, anarquistas, fascistas, conservadores, socialdemócratas, demócratas cristianos, trotskistas, libertarios, etc. Obviamente, la existencia de estas identidades depende de cada sociedad y de su respectiva cultura política. Durante el siglo XX, estás identidades tienen formas definidas y prácticas sedimentadas en la sociedad, la política y el estado.
En el caso peruano hemos tenido parcialmente estas identidades, pero desde fines de siglo se fueron erosionando. En la década de los años 90 con el gobierno de Fujimori y desde el Estado se promovió un nuevo “arreglo social institucional” (lo vamos a llamar arreglo más que “pacto”, para denotar que no fue un proceso consensuado o discutido) que en la dimensión económica tenía una matriz neoliberal. Pero el neoliberalismo como en muchos otros lugares representaba no sólo una política económica, sino una manera de entender el estado, lo público, la democracia, lo colectivo y nuevas maneras de ser individuo o ciudadano. Las viejas identidades políticas fueron disueltas o absorbidas por otras identidades y prácticas sociales. Es con el desgaste del gobierno fujimorista, enredado en dinámicas de alta corrupción que aparecen nuevas identidades “cívicas”, republicanas o de centro democrático. La oposición entre fujimorismo y antifujimorismo ha marcado el debate político desde fines de los años 90 hasta la primera década del presente siglo.
Este clivaje ponía en oposición maneras de entender la democracia, la autoridad y la ética en el manejo público. Pero algunos temas como las relaciones laborales, el rol del mercado local, la acción de las grandes empresas extractivas y los enfoques de género en materia de salud y educación no eran claramente abordados por esta matriz de opuestos políticos. En este sentido, la crisis del antifujimorismo fue la crisis de una propuesta que no logró pensar el país más allá del institucionalismo económico con un sesgo liberal.
En la segunda década del presente siglo aparecen posturas que para superar el clivaje anterior van a retomar el membrete de izquierda. En un principio, ser de izquierda suponía ir más allá del antifujimorismo y discutir propuestas no sólo redistributivas sino de un cambio integral que más que socialismo lo que proponía era una nueva Constitución.
Desde la elección de Ollanta en adelante, hasta la elección de PPK y la derrota de Keiko Fujimori, la sociedad peruana fue lentamente incrementando su gramática política, incorporando términos, conceptos, prácticas y subjetividades críticas. Hablar de una izquierda ya no era posible, (y perdemos tiempo discutiendo quién es la “izquierda verdadera”) como tampoco asumir que dicha izquierda residía en Lima. Del mismo modo, como en todo proceso político, las identidades se definen por oposición y así aparecen actores que sin ambigüedades van a asumirse como una derecha política, a veces con acento liberal, otras veces con énfasis en el conservadurismo.
Pero lo interesante del caso peruano es que las definiciones de izquierda y derecha terminan siendo limitadas para ubicarse frente al arreglo social institucional construido a partir de 1992 pero que siguió configurándose hasta el presente siglo. Más claramente: dicho arreglo ha ido dejando afuera a cientos de miles de ciudadanos peruanos, en diferentes ámbitos y momentos: en lo económico, en lo laboral, en lo cultural, en lo educativo, en materia de salud, en el reconocimiento de la diversidad entre otras desigualdades y discriminaciones. Pero al mismo tiempo dicho arreglo sigue siendo viable (rentable) social y económicamente para las clases poseedoras formales e informales.
Entonces, la idea central que propongo es que la disputa que no logramos resolver gira sobre dicho arreglo así como sobre las percepciones que tenemos del mismo y de sus consecuencias. A partir de lo cual podemos establecer dos grandes campos: uno donde se ubican aquellos que buscan defender -bajo cualquier medio- el modelo de estado/sociedad construido en la década de los años 90 y otro campo conformado por todos aquellos que están descontentos -de distinta manera y motivo- con dicho arreglo y sus consecuencias económicas, sociales, culturales y políticas.
Por eso, no basta una gramática política de derecha/izquierda, pues lo que está en disputa es mucho más que una política económica o libertades civiles. En el Perú actual, las disputas políticas se pueden explicar en última instancia entre la defensa o el ataque al arreglo señalado, pero aparecen en la opinión pública como oposiciones dispuestas por diferentes motivos episódicos. Los actores se trasladan entre en campos y construyen sus razones de manera modular antes que integral. Es decir, pueden ser Keynes en la economía, Churchill en la política y Santa Rosa de Lima en materia de libertades sexuales.
Y así, pueden construir oposiciones en cada módulo y desarrollar conflictos coyunturales con etiquetas de derecha e izquierda que ya no tienen sentidos integrales. Por eso tenemos disputas intra-izquierda en casi todos los temas. Y algo similar pasa en los grupos denominados de derecha. Esto hace que los análisis políticos que deberían ser básicamente análisis de correlaciones de fuerzas sean difíciles de realizar y terminemos con crónicas periodísticas, teorías conspirativas u homilías éticas.
En el actual conflicto lo que tenemos realmente es un conflicto económico y cultural. El gobierno de Castillo, (nos guste o no y más allá de sus ineptitudes y de los cuestionamientos sobre corrupción) representaba la esperanza (ahora defraudada) de inclusión para sectores de las clases pobres en el campo y la ciudad. Podemos escribir mil páginas (y algunos lo están haciendo) criticando a Castillo desde todos los ángulos posibles con argumentos y evidencia, pero eso no mueve un ápice lo que acabo de señalar. Era un pobre profesor rural que devino en presidente de uno de los países más segregados y bastante desigual de América latina.
La manera (ilegal, torpe, pongan los adjetivos que consideren) que trata de resolver la amenaza de vacancia y su posterior encarcelamiento ha sido la chispa que enciende una pradera de descontento diverso en esos sectores pobres de las clases desposeídas. Y no estamos romantizando nada: en esas clases desposeídas hay organización pero también hay lumpen, hay informalidad pero sobre todo hay cólera. Ha sido el sector de clase más golpeado por la pandemia y es el sector donde el “crecimiento” se ha visto de manera fugaz y arbitraria. ¿Por qué nos sorprenden las protestas y su violencia?
Un análisis basado en el análisis de clases podría señalar que los sectores movilizados de las clases pobres en el país han entendido que la vacancia de Castillo es un claro mensaje sobre lo que el arreglo significa: los pobres no pueden gobernar. Desde los sectores intelectuales y políticos de las clases poseedoras en las ciudades todo esto se observa bajo el marco de la institucionalidad democrática y la ética política. Muy bien. Y por eso la salida de Castillo era algo necesario y lógico ante su intento de golpe, sus denuncias de corrupción y su ineficacia gubernamental. La burguesía (sí, dije burguesía) es decir, los sectores del gran capital empresarial nacional apoyan la salida de Castillo pero les preocupa el caos y la violencia desatada. Desde inicios de la revolución industrial saben que los incendios de propiedad privada son malos para los negocios.
Pero intelectuales orgánicos y empresarios lo que no logran ver es el descontento racional de los pobres movilizados. Hay un sector mayoritario en las clases medias y populares que está en sus casa preocupados o indiferentes a lo que pasa. Pero, como decía Cotler, todos los ciudadanos no hacen política. Los que salen a las calles o los que operan desde instituciones estatales son los que hacen política.
Ahora voy a decir algo que puede herir susceptibilidades y si son menores de 18 les pediría que lo lean acompañados de sus padres o tutores: el proceso de lucha de clases en el país enfrenta a estos sectores pobres descontentos del campo y la ciudad, con los grupos de las élites económica y socialmente dominantes. Esta disputa está escalando y parece aún lejos de amainar. El tema de fondo no es Castillo ni el cierre del Congreso. Esas son demandas basadas en la rabia de la derrota sufrida. Igual merecen una respuesta política pero el tema de fondo es si esta historia de exclusión va a seguir.
¿El arreglo social construido entre 1992 y 2016 va a continuar tal cual? Esa es la pregunta que la élite política no quiere responder.
Un gobierno débil como el de Dina Boluarte tiene pocas jugadas eficaces en el escenario. La más sencilla es la represión y es lo que algunos le aconsejan todos los días. Carece de base social y su gabinete no es mejor que los anteriores. Hay individualidades destacables en algunas carteras. Habría que preguntarse si dichas presencias tendrán posibilidad de defender o avanzar en algún sentido real.
La actual crisis podrá seguir escalando o podría amainar en algunas semanas desgastada por su propia inercia o ante una represión más dura. Pero será sólo un intermedio. Debajo de los escenarios institucionales, debajo de las reuniones formales o los rituales democráticos el descontento permanece, tiene razones y músculos. Otra chispa encenderá otras praderas hasta que desde Lima sus élites depredadoras entiendan que es necesario discutir y cambiar el arreglo social incluyendo a los descontentos.
Si, estoy hablando de un camino -qué puede ser largo pero sin pausa- hacia una asamblea constituyente.
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