De la militancia y nuestra izquierda


Hace unos años, cuando le preguntaron al escritor Manuel Vázquez Montalbán por qué seguía militando en el Partido Comunista cuando ya casi todos los compas de su generación habían renunciado y el eurocomunismo había pasado como una tormenta fría por toda Europa; el respondía “por el militante de a pie”.

Durante muchos años, asumí la misma razón para continuar en mi organización. Cada año sin embargo son menos los militantes de base y los que estamos allí nos hacemos más y más viejos.

Luego de asumir responsabilidades en el Comité Central y en la Comisión Política y no haber logrado ningún cambio sustantivo, en parte por mis propias limitaciones y en parte por la precariedad institucional y las inercias de un partido que no desea cambiar ni pensar radicalmente, (juzgue el lector, el peso de cada parte), y siendo de nuevo un militante de base, sigo aún en el Partido.

¿Por qué seguir militando en el partido comunista?

Ciertamente, no lo sé. O en todo caso, ya no tengo una respuesta genial y clara como la de Manuel Vázquez Montalbán, porque cada vez somos menos y más viejos. Y si bien, ahora parece estar de moda en la izquierda, que los mayores de 60 asuman responsabilidades principales, sigo pensando que no es lo más adecuado en un país con un promedio de edad de menos de 35 años, con una clase trabajadora joven; pero más allá de las consideraciones demográficas; creo que la edad determina también la manera de entender la realidad y tu capacidad de actuar sobre ella. Los jóvenes se equivocan, me dicen. Pero los viejos también lo hacemos. Casi tanto como los jóvenes. Y generalmente es peor porque no tenemos la coartada de la juventud. 

Ahora bien, la mayor parte de los problemas de mi partido, son también los problemas de toda la izquierda. No existe ninguna organización de izquierda realmente diferente y grande en el país. Ni cuantitativa ni cualitativamente. No hay punto de comparación con las izquierdas del cono sur, incluso con Brasil o el mismo México. Lo real es que estamos dejando de ser partidos nacionales para convertirnos todos en tenues alianzas de colectivos regionales o sectoriales.

Y nuestra capacidad de representación está seriamente cuestionada. Los partidos de izquierda perdimos hace más de dos décadas un conjunto de vínculos formales y reales con la sociedad peruana. Con una tasa de afiliación sindical del 7% uno puede tener una idea de que las redes y articulaciones de representación social y política corren por otros lados. Todo lo demás que existe en la sociedad civil o no goza de autonomía por depender económica y por lo tanto políticamente de una ONG, iglesia, empresa o un caudillo; o está limitada a un ámbito local que no incide en la política nacional.

Los sectores populares pueden ser contestatarios y cada cinco años entender quién es el peligro mayor. Pero eso no basta para construir una propuesta de cambio social y político.

El problema se complica aún más porque somos también una izquierda bastante floja. O más precisamente, una izquierda de momentos y “personalidades”. Hay momentos que la izquierda aparece y logra “surfear” sobre una protesta, una huelga, una movilización, un reclamo o un tema. Nuestra capacidad para encauzar, dirigir, prolongar y sobre todo articular esos momentos locales o regionales con otros momentos de mayor amplitud es muy limitada.

Pero están las personalidades. Lamentablemente, las personalidades son eso, personas con popularidad real o ficticia. No hay relaciones orgánicas con referentes sociales. No tenemos ni un solo congresista que defina su agenda, desarrolle su trabajo y rinda cuentas a un colectivo formal de la sociedad civil. Hay compas congresistas que conversan, escuchan y trabajan cerca, pero al final, cada uno mantiene una agenda propia que responde a sus propios y validos intereses y creencias.

Tenemos una bancada sumisa a un caudillo incuestionable en donde solo una cabeza define o tenemos una bancada donde las diferencias programáticas y de prioridades son tan grandes que un día apoyan un determinado enfoque en un tema, para luego afirmar lo contrario, según el sector que se imponga en cada coyuntura. Cuando las diferencias son muy grandes, la búsqueda del consenso paraliza el trabajo colectivo. Y todos en nuestra izquierda tendemos a cierto “nacionalismo metodológico” por el cual, no leemos más allá de algunos autores, ni leemos aquello que sea muy diferente ni discutimos seriamente. Y creemos que lo que pasa en el Perú o nuestra izquierda es algo reducido a nuestras fronteras políticas y a nuestras particularidades históricas. 

Y eso nos permite dejar de pensar y discutir. Temas como Venezuela, la huelga magisterial, la participación de las mujeres en el poder de nuestros partidos y sindicatos, la unidad política para las elecciones son temas claves, pero preferimos bordearlos y no ponerlos en la mesa de manera crítica.

Discutir es definir un tema, articular argumentos basados en hechos factuales y contrastar los argumentos del contrario, que también están basados en hechos y datos. De esa discusión debe surgir una nueva verdad, contingente pero rigurosa.

Discutir no es escuchar una sola versión, que no pueda ser contrastada. No hay proceso de aprendizaje científico sin alguna dialéctica del conocimiento. Hace unas semanas, mi partido realizó una mesa sobre la situación de Corea del Norte. El expositor era el embajador de Corea del Norte. Nadie más. No es un ejemplo aislado. Cosas muy similares ocurren en todos los partidos. Pero si es un buen ejemplo de cómo la práctica política se puede convertir en ritual religioso.

No tenemos el más mínimo interés por conocer la realidad por encima de la propaganda política. No queremos ver nuestros errores y limitaciones. Queremos una fe. Queremos respuestas sencillas que podamos gritar en una marcha. Que nos digan quienes son los malos y listo. Es cierto, que esto es parte de la pobre cultura política de todo el país. El embajador mencionado fue expulsado por el gobierno a los días de su charla. Que mejor prueba de las limitaciones intelectuales y políticas de la derecha en general y del actual gobierno en particular.

Y sin embargo..

La izquierda peruana puede volverse intrascendente, minúscula y frívola. Pero esto no es un país nórdico. Aquí, una trabajadora sigue siendo despedida por quedar embarazada. La misma trabajadora que no puede abortar porque una iglesia medieval se lo impide. La misma que debe criar a su hijo con menos de 250 dólares mensuales y pasar cerca de cuatro horas al día en un onmibús atiborrado de gente que la toquetea impunemente. Y enviar a su hijo a una escuela que no le enseña nada salvo a discriminar, maltratar mujeres y resolver todo con oraciones y desfiles.

Lo que la izquierda no puede olvidar, disimular, o frivolizar es que este país es una mierda para millones de personas. Más que un país, es un sistema de explotación, humillación y maltrato para esos millones. Ciertamente, muchos de ellos aceptan lo mal que lo pasan, pues han naturalizado la explotación y la humillación. Muchos de ellos incluso están dispuestos a votar por su verdugo. También pueden olvidarse de todo y refugiarse en la televisión, el fútbol, el alcohol o el maltrato sistemático de su pareja e hijos. 

Tengo la esperanza que esta situación cambie pronto y en todo caso, tengo la certeza que no va a durar para siempre. Las fuerzas materiales del cambio avanzan y al final, el viejo topo de la revolución asomará su cabeza por donde menos lo esperemos.

Mientras tanto, la izquierda es como esa famosa pintura, La balsa de la Medusa de Gericault. Y a nosotros, a veces nos toca ser el optimista que agita el pañuelo esperando ver un barco salvador y otras como ahora, ser el viejo resignado que espera sin esperar.


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